sábado, 18 de octubre de 2014

Uzbekistan, Dia 3: Cruzando el desierto para llegar a Bukhara

Empezamos el día con miedo. El trayecto de Khiva a Bukhara nos había sido presentado como una especie de travesía infernal en coches destartalados con poco espacio y sin aire acondicionado, atravesando el desierto a 50ºC y que suponía una tortura por la que había que pasar sí o sí en un viaje por Uzbekistan. Existía la opción de tomar un tren nocturno que hace el viaje una vez a la semana y siempre cabía la posibilidad de coger un vuelo Urgench – Bukhara, pero por unas u otras razones, en nuestro caso no nos quedaba otra que ir por carretera.

Contactamos con un hombre a través del recepcionista del hotel, y por un precio bajo para España y quizás un poco alto para Uzbekistan conseguimos un coche amplio, moderno y con aire acondicionado para nuestro road trip uzbeko. Además el conductor hablaba algo de inglés y podríamos comunicarnos con él para al menos saber por dónde íbamos y cuanto quedaba para llegar.

Para evitar el calor de las horas centrales del día a primera hora de la mañana nos montamos en el coche y cruzamos la huerta del oasis de Khiva, donde entre acequias y canales se suceden las plantaciones de algodón y de otros muchos productos comestibles. 

Al cabo de una media hora el Amu Daria se mostró ante nosotros por primera vez, enseñándonos su grandeza, imparable y mansa fluyendo hacia ninguna parte. Ahí entendimos como este río es capaz de regar todos los oasis que jalonan su curso por Asia Central y capaz por tanto de hacer habitable estas tierras, que jamás habrían albergado las florecientes culturas que ha hecho de no ser por él. No llegamos a ver su final, hoy moribundo e indigno de un gran rio como es, lejos del Mar de Aral que hace unos años le recibía.

Cruzando el Oxus
Tras una hora de trayecto, el desierto gradualmente se fue imponiendo. No es un desierto romántico y enigmático de dunas blancas y oasis de palmeras, no. Es un desierto feo y duro, de tierra ocre y poblado únicamente por piedras, rocas y arbustos agonizantes, que sobreviven chupando la poca humedad del subsuelo y la humedad del amanecer. No se ve el paisaje que acompaña a los cuadros de beduinos del desierto que muestran en los bazares, sino el desierto real, una tierra áspera e invivible, hogar únicamente de alimañas y prospecciones de gas.

Aspero. Duro. Seco.
El rio sigue asomando de vez en cuando a la derecha de la carretera (autovía al principio, casi camino al final, va empeorando según se acerca a Bukhara, se ve que el alcalde no es amigo del señor Karimov), tras un gran talud tallado por el propio rio, ahora lejos del gran caudal que debió llevar siglos atrás. En la otra orilla el oculto y misterioso Turkmenistan, de cuyas riquezas no paraba de hablar nuestro conductor.

Las horas pasaban, hicimos un par de paradas a echar gasolina y comprar unas patatas rancias y poco a poco el oasis volvió a ganar terreno al desierto. El paisaje se repetía, señal inequívoca de que nos acercábamos a otra ciudad, en este caso la reina del desierto y otrora capital del islam, la espiritual Bukhara.

Previo paso por la estación de tren para comprar los billetes a Samarkanda y previo paso también por una discusión con el conductor acerca del precio ya pactado conseguimos alojamiento en un hotelillo muy céntrico, regentado por una simpática familia y con muebles y habitaciones aceptables (y con un grandioso desayuno).
 
Lyab-i Hauz (es de otro día, pero para el caso)
Tras una buena comida en el mejor restaurante al que fuimos en Uzbekistan (Minzifa se llama) y una siesta de necesidad para esperar a que el sol bajara salimos a echar un primer vistazo sobre Bukhara. La placita de Lyab-i Hauz se asemeja a una plaza mayor de un pueblo del sur de España. Con su estanque en el centro y sus árboles rodeándolo es el punto donde los habitantes de Bukhara se reúnen al atardecer, aprovechando el fresquito que dan la vegetación y el agua del estanque. Un sitio muy agradable plagado de terrazas donde locales y turistas descansan juntos, gastando sus ansias de vivir despues de las horas en las que el sol hace inviable la vida en el exterior. A la propia belleza de la plaza se le suma la de las tres madrassahs que la rodean: la Kulkedash al norte, la de Nadir Divan-Beghi con sus pavos reales de azulejo al Este y la khanaka (lugar donde los peregrinos se alojaban) del mismo nombre al oeste.

Madrassah Ulug Bek

Atravesamos la plaza y el primero de los bazares cubiertos de la ciudad para llegar a una encrucijada donde tomamos el camino de la derecha. Allí, en una plaza de tamaño mediano dos madrassahs nos recibieron como escoltas de un líder ausente. Nos dimos la vuelta como intimidados sólo para atravesar otro bazar y, mientras la luz del ocaso inundaba la ciudad del desierto, descubrir la plaza de Po-i-Kalyan para quedarnos boquiabiertos. El minarete Kalyan, más que un minarete parece un faro que parece guiar a los creyentes hacia la mezquita del mismo nombre y la madrassah de Mir-i-Arab, impresionantes, como retándose en su belleza y solemnidad una enfrente de la otra. A esta hora del día los niños jugaban en el espacio entre ambas, acostumbrados ellos y quizás sintiéndose protegidos. Como bobos mirábamos para arriba, buscando un enfoque inexistente desde el que abarcar tanta majestuosidad. Por separado, cada uno rumiando poco a poco lo que estábamos viendo, dejamos pasar diez minutos en soledad, mirando hacia arriba y asimilando felices que nos quedaban dos días enteros en esta ciudad, joya musulmana del desierto de un mundo hoy quizás no muerto pero si aletargado tras un siglo de ateísmo radical.
 
Minarete y mezquita Kalyan
De vuelta en la plaza, nos alejamos un poco y subimos a la terraza de un restaurante, donde dimos cuenta de unas ensaladas locales y un cordero viejo. En el hotel, antes de descubrir que las habitaciones eran un auténtico horno donde el calor del día se acumulaba, charlamos animados programando el descubrimiento de la ciudad de Bukhara, que presagiaba maravillas que confirmaríamos en los días siguientes.

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