domingo, 28 de agosto de 2011

Singapur - Malasia - Indonesia Día 2

23 de Julio: El santuario Poya-Poya y las brochetas felices

Tras amanecer bien descansaditos y con el primer retraso de Villa y Dueñas, bajamos a la calle y desayunamos un bollito salado en una zona de restaurantes de al lado del hotel que nos daría momentos de gloria culinarios en el viaje. Comprobando que iba a hacer un calor asfixiante, nos armamos de valor y nos dirigimos a buscar la estación de tren donde comprar los billetes a Kuala Lumpur, ya que nuestra idea original era viajar esa noche y amanecer en la capital malaya. Creo recordar que Nova sugirió preguntar en el hotel, pero Mr. “preguntar es de débiles” Jaime Tébar optó por mirar en la guía y lanzarse a buscar la estación. Tras un viaje en metro y media horita andando bajo un sol de justicia y una humedad propia de la selva (que es lo que debería haber por estas latitudes, y no una ciudad) encontramos la estación. 
La modernidad de Singapur
Problema: que tenía aspecto de que no había salido un tren de allí en 70 años. Jodida Lonely Planet, no te fíes de los guiris backpackers. Así que, intentando no mirar cara a cara a los problemas, decidimos visitar Chinatown, que pillaba cerca y aplazar la compra del billete de tren hasta cuando se nos pasara el cabreo. Llegando a Chinatown, vimos la típica calle con tenderetes, aunque nos pareció un poco puta mierda, sinceramente, ya que si normalmente lo que se vende en Chinatown es basura, aquí es basura legalizada, con lo que pierde el aura misteriosa que todo barrio chino debería tener. Pero sorprendentemente descubrimos uno de los primeros hits del viaje, el santuario del diente de Buda, o más comúnmente llamado, el santuario del Poya-Poya. A pesar de que, obviamente, ni dios se cree que ahí guarden el diente de Buda (de Nepal a Singapur hay un trecho incluso para el ratoncito Perez asiático), cuando entramos estaban recitando una especie de letanía con la letra Poya-Poya. No sabemos cuánto duraba, porque durante 20 minutos no callaron ni un segundo, ni los monjes ni los feligreses. Dicha letanía ponía muy intranquilo, tanto que yo, que iba fenomenal intestinalmente, me puse súbitamente nervioso y me entraron unas ganas de soltar la tortuga irremediables. El templo estaba lleno de estatuillas de Buda, centenares de ellas, que rodeaban a 6 o 7 monjes que recitaban la letanía sin respirar siquiera. Se ayudaban con una especie de mazo que uno sostenía para marcar el ritmo, y los feligreses les acompañaban como buenamente podían. 
Santuario del diente de Buda o "Poya-Poya"

Después del santuario poya-poya, y empapados de calor, descubrimos un magnífico centro comercial chino con el aire acondicionado a tope y, aunque no conseguimos ningún billete de tren a KL, si nos avisaron de que no había ningún tren y que o bien teníamos que ir a Johor Baru, en Malasia y allí pillar el tren, o bien conformarnos con el autobús. En el hall de la estación de metro, se reunió por primera vez el comité de crisis y se cambiaron los planes del viaje. Iríamos en bus a Kuala pero pasando por Malaca, ciudad que en la guía azul aparecía como una maravilla comparable a Sevilla, Florencia o la mismísima Paris. Afortunadamente la estación de autobuses (o mejor dicho, trecho de calle desde donde salen los buses) estaba al ladito del hotel así que mientras que Nova, Lucas y yo comprábamos los billetes de las 15:30, Dueñas y Villa visitaban al señor Roca del V Hotel.

Con las maletas hechas y el billete a Malaca en el bolsillo, cogimos un autobús muy decente, que, tras dos paradas en las fronteras, nos depositó suavemente en la ciudad histórica de Malaca, donde nos esperaban grandes aventuras.

Nada más llegar nos asaltaron dos lugareños con fotos de sus guest houses. Un negro (¿negro en malasia? Sonaba mal desde el principio, cierto) y un local de edad avanzada. Ambos folletos parecían de similar calidad, pero Lucas se mostró más decidido por el negrito, ya que anunciaba que había muy buen rollito en su albergue. (hay que huir del buen rollito, eso está claro). Tras deambular por el centro comercial de la estación de buses y desacalorarnos un rato, nos decidimos y contratamos 2 habitaciones con baño compartido por el módico precio de 2€ por persona. Con un par de taxis malayos nos desplazamos al alojamiento situado en un 2º y 3er piso de un bloque donde había que quitarse los zapatos para entrar, cosa que a Villamor le encantó. Nuestras habitaciones eran como un horno pero contaban con un ventilador oscilante que hizo que la noche fuese dividida en periodo de 2 segundos: 2 segundos de calor infernal seguidos de 2 segundos de viento huracanado. Lucas, que se sentía culpable por tan acertada elección, durmió en un colchón en el suelo entre mi cama y la de Villamor mientras que Dueño y Nova se alojaban en la suite nupcial con agujeros en el techo. El baño era tema aparte, ya que era el mítico baño all in one, donde uno puede truñar, ducharse y lavarse las manos a la vez. Ducharse sin chanclas en ese baño suponía perder la pierna por debajo de la rodilla así que pocos fueron los que se atrevieron con la ducha, sabiendo que al día siguiente había hotel bueno (más o menos) en KL.

Así que salimos a dar una vuelta mientras Dueño se cagaba en nuestra madre por pagar sólo 2€ y pretender que el hotel estuviera bien mientras que Nova y yo hacíamos un elogio de la aventura y las experiencias vividas para intentar olvidar la pocilga en la que íbamos a dormir. Quien no se consuela….

El calor asfixiante había bajado tras caer el sol así que nos dispusimos a buscar un famoso sitio para cenar que marcaba la guía azul. La ciudad era agradable, con un río con un paseo y barquitas en él y mucho turismo interior malayo. Cuatro edificios coloniales de puta mierda (si no conoces la América española o portuguesa igual son curiosos, pero habiendo estado en La Habana, Salvador o Cuzco esto no vale ni para cagar sobre ellos) tienen la culpa de que Malaca sea bautizada la ciudad colonial de Malasia. Encontramos el restaurante “Capitol” pero había cola para entrar, así que entramos en su primo hermano, que estaba al lado y había hueco, para encontrarnos con el segundo hit del viaje: El restaurante brochetero de las caritas felices. Nos convertimos automáticamente en la atracción del local por ser los únicos occidentales y nos sentamos en una mesa con dos agujeros donde colocaron dos calderos con una salsa marrón con grumos calentados por unos fuegos debajo. Os podéis imaginar que si al calor ambiente le añades fuego cerca de las piernas, el señor Casanova (y el resto también menos el ciborg, que empezó a forjar allí su leyenda) era agua pura y dura. La cosa consistía en que tú te levantabas y elegías unas brochetas que había en un mostrador, para luego meterlas en la salsa caliente mientras que se hacían. Como una fondie de brochetas, para hacernos una idea. Luego te contaban los palos de las brochetas (o satay, en malayo) y te cobraban. Como un bar de pinchos de San Sebastián, para hacernos una idea. Bueno, pues ni una cosa ni la otra, lo que era, era un mojón de proporciones épicas, pero eso sí, típico 100%. Las brochetas iban desde hojas de verdura a lonchas de salchichón, pasando por bolas de carne, pescado, gambas y, por supuesto, estrellas con caritas hechas de pescado. Partiéndonos el culo por lo malo que estaba aquello (lo mejor eran las setas y las gambas) pasamos un gran rato haciéndonos fotos con las caritas de pescado y demás exquisiteces mientras que Lucas vomitaba dos trozos del asqueroso tofú. Por lo menos nos lo pasamos de puta madre y tenían cerveza Tiger bien fría. 
Observad las joyas gastronómicas: caras, salami, bolas inidentificables...

Después de pagar un precio irrisorio por tal puta mierda (relación calidad precio altísima porque ambas cosas estaban a la altura del betún), nos dimos una vuelta por el Chinatown muy animado y lleno de chinos para desembocar tomando un refresco en la zona musulmana, con mucho velo y mucho niqab, donde comenzamos a vivir la maravilla que es que te toque ser de religión musulmana. Con una acalorada discusión sobre lunas de mieles y viajes, nos dirigimos hacia Le Village, que así se llamaba nuestro resort. Partiéndonos el culo y con toda la protección anti mosquitos posible, nos dormimos (unos más que otros, ya que mientras Lucas y yo dormíamos decentemente bien, Villa y Nova lo hacían intermitentemente, y el ciborg, al que parecieron no gustarle los enchufes del garito, no pego ojo en toda la noche). Así concluyó un día que dio para mucho.

1 comentario:

  1. El secreto para no sudar... ¡100plus! La gente es amable en esta zona y se le puede preguntar por sus exquisiteces, ¡ah! y muy barato. Recuerdo que la comida costó lo mismo que la bebida alcohólica y pillamos muchos pinchos.
    Doy fe que en Le Village hay un insecto al que no le importa la ropa y deja cicatriz. También pudo ser mi compañero de suite...
    P.D. poya poya poya poya poya poya

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